CANAS AL VIENTO

-Estás loca, mamá –espetó mi hijo-. No puedes hacer eso.

Mi rápida respuesta mental, que no verbalicé, fue un “claro que puedo”. A punto de dejar atrás toda una vida subyugada a los deseos de otros. 

Mis pensamientos me abstrajeron del parloteo de mi hijo. Recordé instantes de mi infancia. Me adjudicaron el papel de la hija mayor, responsable de atender a los cuatro siguientes, alumbrados consecutivamente con un periodo bianual cuasi perfecto. Con doce años cambiaba pañales, cocinaba, fregaba a mano y planchaba. Me gustaría observar a mis malcriados nietos planchando una camisa o restregando las manchas de la ropa con jabón casero que cocía mi abuela para dejarla clarear al sol en la inclinada piedra rugosa del tanque de agua.




La escuela fue un privilegio que me fue concedido con catorce años, cuando mi hermano pequeño empezó la escuela y los otros tres medianos eran más independientes. En un solo año aprendí a leer y a escribir. El maestro estaba entusiasmado con mi rápido progreso.

La felicidad que me proporcionaba la escuela se truncó con la precaria salud de mi abuela, a la que nos consagramos mi madre y yo. Transcurrieron dos lentos años de agonía que, a través de los ojos de una agradecida moribunda, me forjaron de fortaleza para afrontar la vida. Callaba.

De_Luto_Julio_Romero_de_Torres
De Luto
Julio Romero de Torres
Vestí de luto. Negro. De cabeza a los pies. Con diecisiete años me sentía vieja. Hasta que me enamoré locamente de Ignacio. Y él de mí. Más no podíamos manifestar nuestros sentimientos, controlados bajo la mirada de nuestros padres, las charlatanas del pueblo y los cotillas de mis hermanos. Conversábamos a una prudencial distancia. Ignacio soñaba con ser periodista internacional. Quería ver el mundo y contar las noticias. Me fascinaban sus conocimientos en geografía e historia.

Pablo Picasso
The Embrace in the street


Me dio el primer beso. Fue también su primero. Nunca olvidé sus húmedos labios, sus deseos de poseerme y los míos de ser parte suya para siempre. Éramos ladrones de escondrijos con apasionantes besos furtivos.




Una vez más, la carta del destino jugó en mi contra. Mis padres, por necesidad económica, acordaron mi matrimonio con Don Facundo, recién enviudado con dos hijos muy pequeños y quince años mayor que yo, que, por aquel entonces, tenía dieciocho años. Virgen hasta el matrimonio. Maldije mi suerte por no haber regalado a Ignacio lo que Don Facundo me arrebató con desgana. Lloré y lamenté mi infortunio. 
La infelicidad de intuir que vivía con un caballero que precisaba de una “boa rapaza” para hacerse cargo de su casa y sus dos hijos culminó cuando supe que Ignacio se había marchado a A Coruña. Cayeron lágrimas reprimidas a escondidas. No servía de nada llorar. Mañana amanecería otro día.

La cocinera,
discípulo de Bartolomé Esteban Murillo
Mi vida se instauró con una agotadora rutina que no me permitía pensar, dominada por el ajetreo diario de la casa y los niños, a los que traté como a mis propios hijos, bajo la escuadriñadora mirada de Don Facundo, que les consentía y permitía todo tipo de comportamientos y comodidades. Callaba.

Habitar con Don Facundo era como haber suscrito un contrato entre un buen director y una excelente actriz. Mi papel era representar a la esposa perfecta. Me levantaba antes que nadie para ducharme, vestirme y maquillarme, pues Don Facundo no quería un estropajo andante. Preparaba desayunos, llevaba los niños al colegio y volvía a casa a limpiar y preparar la comida. Me acostaba la última, tras fregar, planchar y mil quehaceres que me dejaban sumisamente agotada hasta para llegar a un orgasmo. Don Facundo, en su papel de director de obra, se arreglaba e iba a su negocio. Presentía que tenía alguna amante, pero nunca expresé nada. Callaba.

Pasaron los años, los niños crecieron y Don Facundo propuso mudarnos a Santiago de Compostela. Mi corazón dio un vuelco. Ignacio trabajaba en aquella ciudad como periodista en El Correo Gallego.

Tras el trajín inicial de mudanza, esperaba converger en cada calle, en cada esquina, en cada tienda. Don Facundo se percató de mi ansiedad persecutoria, que permitió transcurrir con inusitada tranquilidad por espacio de tres meses. Hasta que un día, por olvidarme planchar una camisa, espetó tres palabras: -Está en Paris-. Una mezcla amarga de sorpresa y dolor al verme descubierta. Callé.

Ramón Casa i Carbó
Disimulé con frialdad, retornando a mis obligaciones diarias, arreglándome perfecta para cada evento, sonriendo colgada de su brazo. Afortunadamente, la vida social en Santiago era profusa. Participé en asociaciones benéfico-sociales con el beneplácito del director de orquesta de mi vida. Y conocí a Teresa, amiga de Ignacio, que trabajaba en la redacción del periódico. Quizás por mi interés en conocer el paradero de aquel amor que nunca olvidé, Teresa se convirtió en una buena amiga. Yo era confidente de sus secretos como mujer luchadora, independiente y reivindicativa. Le chocaba mi pasmosa sumisión intravenosa. Y nos puso en contacto: a Ignacio y a mí. Me mandaba, a través de Teresa, postales desde sitios inimaginables con breves mensajes: “Pensando en Dumas”, “Recordando a Rosalía”, “Leyendo a Benedetti” y frases así durante ocho disimulados años.

Georg Schrimpf Martha
Una vez más, el destino truncó mi vida. Teresa falleció y me quedé sin noticias de Ignacio. Tres días después, Don Facundo se quedó parapléjico. Durante más de quince años permanecí a su sombra, día y noche. Don Facundo expiró.

Un mes después, recibí una postal con una palabra “Ven” y debajo una dirección.

–Estás loca de contenta, mamá -resonó la pasmada voz de mi hijo- parece que vayas a echar una cana al aire.

Le Grand Nu
Amedeo Modigliani
Sonreí y solté -Lo que voy a echar son las canas al viento-.

Puedo aseverar que junto a Ignacio he disfrutado de los treinta mejores años de toda mi existencia. Esa es otra historia. Hoy cumplo noventa y tres.
El Salto - Joan Castejón

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